La historia de la chicha, el guarapo, el aguardiente, la cerveza y otras bebidas se recoge en un libro de reciente aparición. Su autor ofrece una síntesis.
Javier Gomezjurado Zevallos 27 Diciembre 2014
La historia de las bebidas es la historia de la humanidad misma, pues desde sus orígenes han estado presentes en sus más importantes momentos. Se pasean desde la cotidianidad doméstica, que implica ser parte de las celebraciones y recordaciones de una infinidad de sucesos, hasta lo ceremonial de una comunidad, donde representaban el vehículo de conexión con sus deidades y lo desconocido; aunque sin olvidar que tales ambrosías fueron también utilizadas en los diversos procesos de socialización y compromiso de los individuos.
Sus variedades han configurado en los remotos pueblos prácticas específicas que han perdurado hasta hoy, gracias a que sus habitantes han mantenido viva la costumbre de preparar y consumir estos elíxires.
Una de ellas es la chicha, cuya base para su preparación es el mejor de los manjares que la tierra y los dioses obsequiaron a los aborígenes americanos: el maíz. Según las primeras crónicas coloniales, la chicha fue considerada como el ‘vino de maíz’ o ‘vino de los naturales’, cuyo consumo -extendido desde Centroamérica hasta Chile- tenía un significado ritual en el marco de la cosmovisión andina; pues su carácter simbólico se remonta al origen del maíz como alimento básico de la dieta del hombre prehispánico.
Las propiedades embriagantes de la chicha sorprenderán a los primeros conquistadores, quienes en un principio también la consumirían, hasta que años más tarde comenzó a producirse el ‘guarapo’: un jugo de caña dulce exprimida entre las mazas del trapiche y fermentado por algún tiempo; y que al igual que la chicha, guardó la connotación de lo prohibido, pues en tiempos coloniales se rumoraba que el guarapo era fermentado con huesos de muertos, y que en las guaraperías se practicaba la hechicería.
Sin embargo tales lugares, así como las chicherías, no eran necesariamente sórdidos y tortuosos o purgatorios de almas simples, sino espacios sencillos, humanos, donde la gente también chanceaba y reía mucho. Aspectos cotidianos que se mantuvieron vivos hasta mediados del siglo XX –a decir del antropólogo Eduardo Kingman-, cuando autoridades municipales -como los inspectores de higiene y el mismo intendente de Policía de Pichincha– intentaron restringir el consumo del guarapo, pretendiendo orientar al indígena -y también al mestizo pobre- a otros consumos, como el aguardiente que será controlado por el estanco.
El auge de la producción de azúcar durante la Colonia alteró las costumbres de los pobladores americanos e incidió en el intercambio económico; puesto que la fruta no sólo sirvió para producir panelas y azúcares, sino que cocida y destilada, permitió obtener el aguardiente, una bebida barata y muy apreciada cuyo consumo se extenderá por casi toda América. Grandes haciendas cañeras -algunas de propiedad de órdenes religiosas- se establecerán en territorios tropicales y fértiles, donde negros esclavos e indios aportarán con su mano de obra, y con su vida misma, para fabricar no solo azúcar sino también aguardiente, que fue consumido en todas las colonias, incluso más que el licor de uvas. El control de su producción y comercialización estuvo a cargo de las autoridades coloniales, que no dudaron en someter a muchos productores ilegales y contrabandistas de la época.
En Quito, el consumo de chicha entre los indígenas, desde principios del siglo XVII, se convirtió en el refugio, el consuelo y el desquite, frente a los abusos de españoles y criollos. En concordancia con lo expresado por la historiadora Solange Alberro, esto permitió configurar dos polos muy bien marcados, que definieron comportamientos de sociabilidad específicos y formas culturales propias. Sin embargo, a medida que se mezclaba la sociedad colonial en la Audiencia, se difundieron las bebidas en todos los estratos. La chicha, el guarapo y el aguardiente fueron consumidos cada vez más por mestizos, mulatos, indígenas y blancos pobres; su consumo se extendió paulatinamente hacia otros sectores sociales, de manera que ya en el siglo XVIII se habían convertido en bebidas populares.
El lugar perfecto para la venta -e incluso del consumo- de aquellos productos fue la ‘pulpería’, un espacio donde se expendían víveres y otros artículos de primera necesidad, como lozas, vidrios, herramientas, vinos, azúcar, jamones, aceite, frutos y granos secos; así como objetos de uso cotidiano tales como jabón, hilo, agujas, alfileres, escobas, ollas, canastas; y por supuesto aguardiente y guarapo.
Esas pulperías tenían como complemento las chicherías, pequeños talleres-tabernas donde se expendía, a pesar de las quejas de los pobladores de las ciudades, la milenaria y exquisita chicha, que hasta hoy se consume en sus múltiples variedades.
Por otro lado, cuando los curas franciscanos llegaron a Quito en el siglo XVI a predicar y a enseñar, trajeron consigo las primeras semillas de trigo y de cebada. Con esta última producirán la primera cerveza en el mismo convento de San Francisco, para consumo exclusivo de sus religiosos y para algunos invitados especiales. De los franciscanos aprendieron la elaboración de la cerveza los religiosos del convento de Santo Domingo; y mucho tiempo más tarde, ya en épocas de la República, esta bebida cobró fuerza cuando se instaló por 1882 la primera fábrica cervecera llamada ‘La Ideal’, de propiedad del alemán Guillermo Dammer, ubicada detrás del hospicio y lazareto de la ciudad, aunque se la vendía en un local ubicado en las actuales calles García Moreno y Bolívar.
Después aparecerán ‘La Campana’ en 1882; ‘La Imperial’, a fines del siglo XIX; y ‘La Victoria’, hacia 1900, entre otras; hasta la conformación de la Compañía de Cervezas Nacionales y su posterior fusión con la Cervecería La Victoria. Hoy es la Cervecería Nacional la que ofrece varias marcas y abarca el mayor porcentaje del mercado de consumo en el país.
Finalmente, otra de las bebidas apreciadas por los indígenas y mestizos de Quito es el ‘canelazo’, conocida hace casi dos siglos como ‘agua gloriada’, y que se elabora con agua y canela, hervida con limón o naranja y panela, y a la cual se añade aguardiente de caña y se sirve muy caliente. Asimismo, el ‘naranjillazo’, que consiste en una variante del canelazo, dpues en lugar de la canela se adicionan naranjillas; el ‘vino hervido’, el ‘rosero’’, el ‘champús’, el ‘ponche’, y el ‘chaguarmishqui’, entre algunas más. Todas ellas son consumidas por los habitantes de nuestra ciudad, y del país entero, desde hace muchas décadas, incorporándolas a la vida cotidiana como una forma importante de socialización. Con ellas se miden las amistades y otras relaciones; y en sus consumos afloran los delirios de amor, las opulencias del pobre y las alegrías momentáneas frente a los sufrimientos.
La música es infaltable para acompañarlas, ya sea desde una humilde radio hasta una portentosa y casi desaparecida rocola, que entre humo de tabaco, ofrecía las notas de un pasillo y de otros géneros musicales en una cantina, chichería o salibero. Es también la compañía en momentos de despedida de un ser querido o de bienvenida al nuevo ‘guagua’; así como de triunfos y derrotas, de olvidos y remembranzas. Hoy los nuevos bares de la ciudad han incorporado otras bebidas y recetas, y son los espacios de socialización de los más jóvenes, que de lejos escucharon, aunque no alcanzaron a probar, el Mallorca Flores de Barril o el famoso ‘chuflay’.
Javier Gomezjurado Zevallos es docente e investigador, miembro de número de la Academia Nacional de Historia. Autor, entre varias otras obras, de “Las bebidas de antaño en Quito”.