SUEÑOS SIN FRONTERAS
Niños migrantes venezolanos en la Mitad del Mundo

Deyna quiere ser policía en Ecuador. Mara recorre con sus dedos el lugar donde estará su estetoscopio de médico. Josef tampoco duda: será futbolista. Neily, veterinaria. Mayely, en cambio, pintora… Son niños, viven en Quito, en la latitud 0, a 2 850 metros sobre el nivel del mar, entre cerros y volcanes con nieve, lejos de abuelas, tíos, primos, amigos. Venezolanos, víctimas de una crisis humanitaria, huéspedes de una ciudad de 3 millones de habitantes, entre miradas de recelo y sueños por contar.

Desde el 25 de agosto del 2019, Ecuador exige visa a los nacidos en Venezuela, la tierra del libertador Simón Bolívar que ha visto partir a 5,4 millones de refugiados y migrantes, entre la pobreza y la escasez. 82 000 niños venezolanos que pasaron por puertos reconocidos se encuentran en el país; otros 47 000 ingresaron de forma irregular. De ese universo, solo 1 721 menores obtuvieron visa humanitaria hasta noviembre del 2020. Se suman 6 900 bebés de migrantes que nacieron aquí. El Canciller habla de la regularización. Son los hijos de madres y padres que buscan ofrecerles una niñez sin hambre, sin miedo, sin sueños rotos.

Un viaje de 2 000 kilómetros
a la escuela

Por Dimitri Barreto P.
EL COMERCIO

18 de diciembre del 2020

A la sombra de un aliso frondoso, Mayely prepara la tarea de la escuela a lápiz, sentada en una piedra, el cuaderno sobre sus piernas, entre automotores que pasan tan veloces que cimbran los árboles y remecen el parterre. Traza el último número 4 de la planilla, pulcra, sin salirse de la cuadrícula, y escribe orgullosa su nombre al final de la página, tal como lo pidieron en la escuela, a la que asiste cada amanecer a través de Zoom, en medio de la pandemia en Quito.

“Enciéndanme las cámaras, estoy tomando lista”, sentencia el profesor de su escuela, una institución estatal de Ecuador, en el inicio de la jornada de clases virtuales; de pronto, la imagen de la sesión se congela en la pantalla del teléfono celular. Mayely, 6 años, hija del estado de Barinas en Venezuela, no se aleja del dispositivo hasta que vuelve a escuchar al maestro, mientras su madre menea el aparato para recuperar la conexión wifi, un servicio que su familia contrata junto con otros venezolanos en la residencia donde viven.

Las clases marcan su rutina hasta cerca del mediodía, cuando llega la caminata de una hora, desde la casa donde duermen, hasta el parterre con árboles de aliso, el lugar para las tareas de la escuela y para la supervivencia de su familia en Quito.

Cuando el semáforo se pone en rojo, la pareja de su madre cuenta los segundos con un cartón en las manos. El mensaje ‘ayúdame para darle de comer a mis hijos; estoy desempleado’ pasa junto a autos de ventanillas cerradas, entre conductores de ojos esquivos, la radiación UV del mediodía, con el sol perpendicular de la Mitad del Mundo, y bajo el repentino frío de las tardes nubladas y el invierno. Madre y padre buscan un trabajo que no los explote, que no los deje sin sueldo a fin de mes, que les permita no pasar días de hambre, que los trate con dignidad.

Mayely, inmigrante, hija de inmigrante, sin documentos de Ecuador, como su familia, llegó de la mano de su madre embarazada a Quito en junio del 2019, luego de un viaje de 2 000 kilómetros por tierra con una maleta de ruedas. “En Venezuela es muy difícil, yo trabajaba en el área de estadística y salud del hospital y con ese sueldo no sustentaba para los gastos”, confía Yamila, 30 años, la madre de Mayely.

“El alimento es una escasez, no se encontraba y cuando se encontraba los precios eran elevados. Todo el sueldo de un mes solamente alcanzaba para una cubeta de huevos… ¿Y los estudios de mi hija, la ropa de ella? Yo estaba sin zapatos, sin ropa. Entonces uno decide este cambio de vida es para salir adelante y para darle lo mejor a ellas, la alimentación, la educación, que viva su niñez pues”, enfatiza Yamila y Mayely colorea cartulinas cerca de la puerta de su casa en Quito.

Esa ‘casa’ es un dormitorio de 12 metros cuadrados, donde comparten Mayely, su hermana menor, su madre y el padre de la bebé. Sin calefacción ni refrigeradora ni lavamanos ni ducha ni inodoro, apenas dos colchones tendidos sobre cajas de madera sin lijar y una cortina de baño para separar las camas de la cocina: una bombona de gas y una cocineta de tres hornillas, en la que cada mañana se fríen arepas hechas con harina de maíz y agua, el desayuno de la familia y una de las conexiones insondables de la madre con su natal Venezuela.

“Ya tengo dos años residenciada aquí. Vendíamos tomate, cebolla, maní, pero la gente no nos compraba, por la pandemia, o lo que nos compraba no nos daba para el sustento”, relata Yamila. “Entonces, tuvimos la necesidad de pedir en la calle. Lo que sí nos dio fuerte de pedir es que las personas nos suben los vidrios o nos miran con rechazo porque está la familia completa pidiendo en la calle, pero es por la necesidad, no tengo para los pañales de mi hija, para los estudios de mi otra hija que necesita en la escuela copias diariamente, semanalmente”.

La inscripción en la escuela prueba la existencia de Mayely en Quito; sin registro migratorio de entrada a Ecuador en puertos como Rumichaca. “En Migración (Rumichaca) me retuvieron dos días; tenía tres meses y medio de embarazo, dormía en el suelo, el frío me pegaba. Era domingo y atendían hasta las cuatro de la mañana. Tenía el turno 600, me dijeron que esperara al lunes. Ya no tenía dinero para comer y no íbamos a quedar sin el pasaje para venir hasta acá. Me vine”, narra Yamila, egresada de Jurisprudencia, una carrera que para validarla en Ecuador requiere de dos años de estudio, de dinero.

En el dormitorio, la clase virtual continúa a través del teléfono que la madre sostiene, sentada sobre un colchón, sin una mesa para servir alimentos ni para hilvanar oficios. En un cajón de madera guarda una hoja de papel: el certificado del acta de nacimiento de Mayely en 2014 en la República Bolivariana de Venezuela; sin pasaporte, sin cédula… sin una visa humanitaria, el requisito que Ecuador impuso a los venezolanos desde finales de agosto del 2019.

Por Constitución, la educación es uno de los derechos que el Estado garantiza a los niños, a todos. En Ecuador no hay una base de datos pública con información de migrantes y refugiados venezolanos; los indicadores de este reportaje se obtuvieron con la aplicación de la ‘Ley de Transparencia y Acceso a la Información’ (hubo respuestas -a veces después de más de un pedido escrito- de los ministerios de Educación, Salud, Gobierno, Relaciones Exteriores y Dirección de Registro Civil), para esbozar la huella de su presencia en la Mitad del Mundo.

En las escuelas de Quito se registran 13 643 niñas, niños y adolescentes venezolanos inscritos para el ciclo 2020-2021, según información revelada por el Ministerio de Educación. Ese universo representa a menos del 2% de todos los estudiantes en la capital de Ecuador (587 959 ecuatorianos). Un 88% de los niños venezolanos cursa el nivel básico; un 12% el bachillerato. Pero esos números no son una muestra real de los niños refugiados y migrantes en esta ciudad; hay miles que por desconocimiento o temor de sus familias no tienen escuela.

“Yo los iba a poner a estudiar (en Quito) pero la situación no me daba pues”, se resigna Oriana, 33 años, madre de Deyna, 12 años; de Neily, 6, y de Kevy, 4. “Me dijeron que me podían ayudar con los útiles escolares, pero con los uniformes no y los uniformes salen caro aquí; tengo que comprarle dos a cada uno y se me ha complicado; les doy yo misma estudio pues”, cuenta la ama de casa, quien estudió en Venezuela hasta el bachillerato, ahora sin visa en Ecuador, igual que su esposo y los tres niños.

“Ha sido la cosa un poco dura para ponerla a estudiar, todavía no ha aprendido a escribir ni leer, porque le cuesta poco el aprendizaje”, comparte Mariángel, madre de Idalys. “O para meterla a un colegio que no la sepan comprender, que no presta mucha atención; por eso no la he puesto a estudiar acá, y porque piden muchos papeles o para sus uniformes no me alcanza, para sus útiles tampoco me alcanza; entonces no, no la he puesto a estudiar”.

“La plata que la tenía reunida aquí mi esposo la tuvo que gastar y eso era con lo que íbamos a meterlos a estudiar, pero no tuvieron la oportunidad”, dice Oriana. Su travesía desde Venezuela a Ecuador, en el verano del 2019, fue dolorosa. Los pasajes que compraron para el desplazamiento terrestre “directo” desde Cúcuta, en la frontera de Colombia con Venezuela, hasta Rumichaca, la frontera de Colombia con Ecuador, fueron desechados por transportistas sin palabra. El viaje terminó en Bogotá. Allí contrataron otro servicio, que los dejó en Cali, a 470 kilómetros del paso fronterizo; un desconsuelo que quebrantó su salud y también la economía de su hogar, por la deuda que debieron contraer con su cuñado para continuar.

Encontrarse con medicinas y vacunas..., pero también con xenofobia

El letrero de madera en la pared de piedras al final del callejón conduce a la residencia: ‘Arriendo cuartos’. No es un campamento de refugiados, pero se le parece; el piso de adoquines, las paredes de cemento sin pintar, un inodoro con una puerta de tablas para uso comunal, solo un foco por familia para sobrellevar la noche, el aroma almidonado de arroz en estufas de gas desde el interior de las viviendas..., con niños de pantalones cortos y sandalias que brotan de los zaguanes con la llegada de forasteros.

Idalys, 3 años, los ojos pardos, ofrece una sonrisa generosa. Llegó a Quito hace un año y cuatro meses. Tiene síndrome de Down, un soplo en el corazón y una energía inextinguible. Su hermano, Wílker, de un año, padece desnutrición. “Hace poco tuve cita con la niña y el niño”, destaca Mariángel, 21 años, el cabello castaño claro, mientras Idalys corretea por los adoquines, a la sombra de ropa que cuelga de tendederos negros.

“El niño ya está con nutrición, la doctora ha sido muy buena, le ha mandado sus dietas y sus cosas para que pueda aumentar su peso”, enumera Mariángel, antes de cargar a su crío en brazos, y expresa preocupación profunda por su hija mayor. “¡La niña! Su doctora dice que ella está baja de peso: 11 kilos que pesa un niño de un año, ella tiene son 3 años. Ella bota todas las vitaminas que come”.

Yamila frecuenta el servicio de salud por sus hijas. Estuvo en el hospital en Quito por el nacimiento de Maje y luego por la escabiosis que padecieron la bebé y ella. “Cuando tenía dos meses de nacida estuvo tres días hospitalizada. Dormir en el suelo, el frío, la humedad, me afectó a mí y yo la afecté a ella. En el hospital me ayudaron con el tratamiento y con medicinas”, resalta la madre, quien el 11 de diciembre último llevó a Mayely y a la bebé al centro de salud público para que les suministraran la SRP, una vacuna gratuita contra sarampión, rubéola y parotiditis, que en Ecuador se aplica a los niños a los 12 meses de nacidos, la primera dosis. “Le tocaba a la pequeña la vacuna del año y la grande no la tenía”.

Mariángel desea que la pandemia del covid-19 merme para llevar a Idalys al médico. “Tengo que esperar para que ella se haga sus exámenes, su corazón. Muchos doctores me dicen que ella tiene síndrome de Down, yo le hice en Venezuela su examen y salió negativo. Pero no es fácil porque en Venezuela era muy caro y acá gracias a Dios es gratis, que vas a un centro de salud y te lo hacen gratis, pero por la pandemia ha sido difícil”.

Como Idalys y Wílker, Mayely sufrió desnutrición. “Le mandaron desparasitante al principio cuando llegó, luego le mandaron vitaminas, me dieron veinte sobres por mes, para tratamiento de dos meses. Ahora están bien las dos”, agradece Yamila. “En Venezuela tú tienes que comprar las inyecciones, el suero, la vitamina… todo lo que necesitas para dar a luz lo compras o ellos mismo te lo revenden, porque todo es un negocio. Para encontrar una cama disponible tienes que tener palanca, conocidos, porque siempre va a estar ‘full’ o porque ‘no se puede’. La cesárea tienes que pagarles a los doctores, comprarlos prácticamente. Aquí (para el nacimiento de Maje), gracias a Dios, lo único que tuve que llevar: la ropa de la niña y la cédula mía, es lo único que me pidieron, y una muda de ropa mía”.

Las salas de emergencia de sanatorios del Estado en Quito han recibido por distintas dolencias a 16 940 venezolanos entre enero y octubre del 2020. En el país se registran 72 948 intervenciones, según el Ministerio de Salud, que a partir del 2020 empezó a consolidar la información de establecimientos públicos “por nacionalidad”. En ese período, en la capital de Ecuador se registraron 610 atenciones a niñas y adolescentes embarazadas, de 9 a 17 años, todas venezolanas.

“Nos tocó venirnos de Venezuela para acá, yo embarazada, por la situación de que los médicos no había vitaminas no había nada en Venezuela”, refiere Mariángel. “Fue difícil el viaje, no comí en tres días, no pasaba la comida. Pero valió la pena venirse uno para acá, porque así uno gracias a Dios no falta un alimento, un bocado de comida. En Venezuela uno come una verdura, porque cada día se empeora la situación; no hay luz, no hay agua, no hay gas, no hay comida, si tú compras es con dólares, es difícil conseguir un dólar en Venezuela porque te pagan en bolívares. Yo tengo a mi mamá acá conmigo y tengo una hermana, está en Colombia”.

Mariángel y su esposo no consiguen trabajo, caminan por las calles de Quito vendiendo caramelos, vulnerables. “Por creer que si yo voy a buscar trabajo en una casa de familia el señor de la casa va a querer pronunciar cosas malas, entonces preferí buscar otras maneras de buscar progresar dinero, no trabajarle nadie porque nos humillan, nos pagan unas cosas que no, a veces no pagan”. 

“Fui a un restaurante a trabajar y me dijeron le voy a pagar 10 dólares el día, de once a cinco de la tarde”, aceptó Yamila. “Yo, por la necesidad: está bien. Cuando llegué me pagaron fueron 5. Y vino el cierre por la pandemia. Hay personas que piensan que uno está pidiendo por vagancia o por vicio; no, es por necesidad de mis hijas”.

El sueldo básico en Ecuador es de USD 400, inaccesible para migrantes indocumentados, en un país donde el nivel de desempleo creció del 4,9 al 6,6 en un año, y el subempleo del 19,7 a 23,4; con el dólar como moneda oficial desde hace dos décadas. El costo de la Canasta Familiar Vital, es decir la lista de productos y servicios imprescindibles para satisfacer las necesidades de una familia de cuatro personas, alcanza los USD 501 al mes.

¿La discriminación es mayor en Ecuador...? “Yo creo que en todas partes, porque… somos venezolanos”, se duele Oriana, quien por la “xenofobia” (fobia a los extranjeros y hostilidad) no sale a la calle, al cuidado de sus tres hijos, con un emprendimiento en la residencia: salchipapas por USD 1,25, empanadas por 50 centavos de dólar cada una, los jueves, viernes, sábados y domingos. “Digamos, todo el mundo está como en contra Venezuela, contra el gobierno de Venezuela, porque ese gobierno no ayuda y no sirve pues. Y no sé, tiene una discriminación por eso, porque cuando ven a uno dicen: No, ese es venezolano. No sé por qué, no entiendo por qué humillan a los venezolanos”.

Yamila se quiebra al recordar la visita a la juguetería antes de la pandemia en Quito. Con la ilusión de un muñeco para Mayely ingresó al pasillo de un almacén; no tenía dinero, pero buscaba conocer los precios. Antes de que tocara una caja, un hombre la abordó. “Es venezolana, salga de aquí”, la condujo, iracundo, hasta la calle. “Por ‘ser’ venezolana”.

La Fiscalía ha abierto procesos por 33 casos de odio contra ciudadanos de Venezuela en Ecuador desde el 2014 hasta el 30 de noviembre del 2020; asimismo, 690 por intimidación contra migrantes del mismo país, 33 por discriminación, 59 por muertes violentas de venezolanos, 114 por abuso sexual, 82 por violación, 48 por acoso sexual...

De hecho, desde el 2014 la Fiscalía ha conocido 3 922 noticias de delito con víctimas venezolanas, pero solo el 2,9% de esos casos ha terminado con una sentencia condenatoria. Un 66% de expedientes no ha pasado de la indagación previa: se encuentra bajo reserva y sin procesados. El 9% de casos ha sido archivado, cerrado sin juzgamiento.

“Yo les diría que se pusieran en nuestro lugar para que vean lo que estamos pasando nosotros en realidad, para que no nos discriminen, no haya tanta xenofobia; somos padres, madres de familia que queremos sacar adelante a nuestros hijos”, clama Mariángel. “Yo no tengo casa, quisiera sea comprarme una en Venezuela o algo por andar (un automotor) para poder ir por lo menos de casa de mi abuela a casa de mi suegra. Yo quiero llegar a Venezuela a seguir terminando mis estudios, yo terminé bachillerato pero yo quiero estudiar Criminalística”.

Sin patria, la identidad para los niños sin fronteras

Maje gatea sobre los colchones de su dormitorio en busca de abrazos, los ojos negrísimos como capulíes, las pestañas rizadas. Nació en un hospital público de Quito. Lleva los apellidos de su madre, registrada como inmigrante indocumentada soltera. No tiene cédula, porque sus padres no están regularizados, pero está inscrita en el Registro Civil de Ecuador, según reza en su certificado de nacimiento, otro papel que Yamila guarda como bien patrimonial de la familia en el cajón.

6 901 bebés de madres venezolanas nacieron en Ecuador entre el 1 de enero del 2015 y el 31 de octubre del 2020 (entre 2010 y 2014 nacieron otros 316), el 51,9% de ellos en la capital del país. Esos pequeños son ecuatorianos, todos. Pero el nacimiento de un niño no es una puerta para regularizar la estadía de una madre migrante; al menos no de forma directa.

La llamada visa para ‘Padres extranjeros que se amparan en hijo ecuatoriano’ se otorga solo después de cumplir los mismos requisitos que ya excluyen del visado humanitario a los migrantes que huyen de Venezuela sin insumos ni papeles: Pasaporte original, permanencia regular en el país, certificado de movimiento migratorio (sello de documentos al ingresar)… 30 dólares… Y un añadido: pasado judicial apostillado, que se otorga presencialmente en Venezuela, imposible por la corrupción, la burocracia y la marca de haber dejado su país. Maje tiene 'número de identidad único' de Ecuador. Mariángel también dio a luz a Wílker en Quito.

“Me dijeron que no sacara la cédula de la bebé, porque estoy tramitando la visa de refugiada”, manifiesta Yamila. 3 239 venezolanos han solicitado refugio en Ecuador entre el 2018 y el 30 de noviembre del 2020, según la Dirección de Protección Internacional de la Cancillería; 219 niños y adolescentes de 0 a 17 años, entre ellos. Actualmente, en el país 423 venezolanos, de toda edad, gozan de ese estatus, reservado en la legislación ecuatoriana para una persona que es “perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opinión política” o porque “su vida, seguridad o libertad ha sido amenazada”.

“Soy indocumentada”, teme Yamila, quien tiene su cédula venezolana, un papel emplasticado con su foto de los días cuando cursaba la universidad; una credencial caducada. Llegó a Quito en los años de mayor inmigración. Ecuador es lugar de paso y de destino para refugiados y migrantes que huyen de la crisis humanitaria de Venezuela, donde el sueldo básico de 250 000 bolívares equivale a USD 1,10 por un mes de trabajo.

2,2 millones de venezolanos ingresaron entre 2012 y el 10 de diciembre del 2020 por los puertos de Migración ecuatorianos. De ellos, 1,8 millones reportaron su salida de Ecuador; un ‘saldo migratorio’ de 364 683 ciudadanos de Venezuela, que se estima se encuentran en el país.

Uno de cada cuatro venezolanos en Ecuador es un menor de edad. Entre 2015 y el 10 de diciembre del 2020, Migración registró el ingreso de 316 658 niños y adolescentes de 0 a 17 años y la salida de 233 880; hay un ‘saldo migratorio’ de 82 778 menores de edad nacidos en Venezuela que se encuentran en Ecuador, según los datos revelados por el Ministerio de Gobierno.

Pero esas cifras no incluyen el ingreso y salida de personas por pasos irregulares en las fronteras de Ecuador. Una encuesta realizada en 2019 por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) daba cuenta de que al menos un 15% de “ingresos” de ciudadanos de Venezuela se produce de forma irregular. El 15% de 316 658 menores de edad es 47 498; no hay registro de cuántos de ellos solo estuvieron de paso ni de cuántos se quedaron.

En ese escenario de crisis humanitaria, el 25 de julio del 2019, el Gobierno de Ecuador emitió el Decreto 826 para otorgar “amnistía migratoria” e imponer visa a los ciudadanos de Venezuela que deseen ingresar a su territorio desde el 25 de agosto de ese año, una restricción que Quito no aplica a ningún otro país de Sudamérica. La “amnistía migratoria” buscó conceder visa de excepción por razones humanitarias (VERHU) a los venezolanos que llegaran hasta el 24 de agosto del 2019, sujeta a dos condiciones: que contaran con registro de ingreso por los puntos migratorios regulares (aún con documentos caducados) y que no hubiesen infringido la ley.

Hasta el 13 de agosto del 2020 la Cancillería recibió 54 077 solicitudes de visa VERHU presentadas por venezolanos en Ecuador; en el grupo había 2 135 niños y adolescentes de 0 a 18 años. Hasta el 30 de noviembre, 48 408 personas obtuvieron la visa humanitaria; 1 721 de ellos con edades de 0 a 18 años.

En el dormitorio de la residencia, Mayely pasa revista a los gusanitos con ligas amarillas, anaranjadas y verdes que su madre ha trenzado en su cabello, antes de salir al parterre de la avenida de alisos. Su mirada asiente frente al espejo de águilas y acacias estampadas, una lámina pegada en la pared, cerca de clavos donde cuelga la ropa de la familia, que se aferra a su solicitud de refugio y aún espera respuesta.

“Buenos días”, saluda siempre Josef, 8 años, los ojos almendrados. “Yo quiero ser futbolista”, insiste, el cabello con mechones desteñidos como Yeferson Soteldo, figura de la ‘Vinotinto’, la selección venezolana. En su dormitorio utiliza la misma red de internet que Mayely para conectarse a las clases virtuales; cursa el cuarto grado de educación básica en una escuela fiscal.

Josef echa de menos las tardes en la ‘academia’, la cancha de fútbol cerca de la terminal de buses articulados en el hipercentro de Quito, a la que dejó de ir por la pandemia. Sin sus amigos ecuatorianos de pantalones cortos y sin visa.

“A mí me llegó la visa humanitaria”, dice Deysi, 47 años, la madre de Josef. Nacida en Barinas, como casi todos en la residencia, es una de las pocas que logró sellar su ingreso migratorio y que tiene pasaporte de Venezuela. “Recibí ayuda de los jesuitas”, subraya, vestida con un overol donde brilla la marca de una bebida azucarada, detrás de un coche de tres ruedas, la venta ambulante para sostener a su familia.

“Me aportaron el dinero para pagar la visa (USD 50 para el formulario). Estoy agradecida con Ecuador”, reconoce Deysi y su cabello lacio acaricia sus pómulos dorados. “Mi hijo tiene pasaporte, pero no ha podido sacar la visa porque me hace falta el permiso del papá; yo tengo que ir pa’ Venezuela”, remarca, junto a la piedra de lavar de la residencia, el único grifo de agua para la ropa, el aseo personal, los utensilios de cocina...de familias venezolanas.

La Constitución, vigente desde el 2008, es la norma suprema en Ecuador y prevalece sobre cualquier otra del ordenamiento jurídico. En su artículo 416 esa Carta Política “propugna el principio de ciudadanía universal, la libre movilidad de todos los habitantes del planeta y el progresivo fin de la condición de extranjero como elemento transformador de las relaciones desiguales entre los países”.

Sin embargo, el 3 de diciembre del 2020, el Poder Legislativo aprobó reformas a la Ley de Movilidad. Entre ellas, que en adelante la deportación de un extranjero podrá ser un acto administrativo (sin pasar por el Poder Judicial), y estableció causales como: ingresar al país por pasos irregulares, no tramitar la regularización, reincidir en faltas migratorias, irrumpir en la tranquilidad ciudadana, alterar el orden público, ser considerado una “amenaza o riesgo” para la seguridad pública y estructura del Estado”. La reforma ahora espera el veto del presidente ecuatoriano, Lenín Moreno.

¿Qué te gusta de Ecuador? “De grande quiero ser pintora”, responde Mayely. “Dibujar el arcoíris de aquí que es tan bonito”, suspira, mientras su madre coce granos negros en una olla de presión prestada por Alba -otra venezolana en la residencia, la madre de Mara-. El almuerzo del día está casi listo: judías con arroz y un vaso de agua. “¿Mañana vas a venir con más pinturas?”, consulta Mayely. “¡Quiero que vengas todos los días!”, sonríe, vivaz, los ojos marrones iluminados como el cielo de Quito en la puesta de sol.

Los nombres de los refugiados y migrantes venezolanos han sido protegidos.

Este reportaje es el resultado del laboratorio de producción de periodismo "Refugiados y Migrantes" y hace parte de la serie de publicaciones ejecutadas con el apoyo de la Fundación Gabo y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).