EL (ODIOSO) 'SÍNDROME LEONOR'

‘Leonor, pintora guayaquileña’ pone luz sobre una artista importante del siglo XX, que como muchas otras ha estado olvidada.

09 febrero 2014.

Que de Leonor Rosales (1892 - 1963) se sepa poco o nada no debiera asombrarle a nadie. Para que se sepa, y saldar de una vez esa deuda: fue pintora, fue guayaquileña y su trabajo sorprendió a una comunidad afín a las artes en el París de los años 20 y 30 del siglo pasado.

‘Leonor, pintora guayaquileña’, editado recientemente por la Fundación Zaldumbide Rosales, revive su figura y de carambola pone un reflector sobre uno de los agujeros negros de la historia del arte ecuatoriano: la vida y obra de las pintoras nacionales anteriores a la también guayaquileña Araceli Gilbert (1913 - 1993).

¿Qué hay de Alba Calderón (1908 - 1992), de María Josefina Ponce (1905 - 2007) o Emilia Ribadeneira?, se pregunta la historiadora de arte quiteña Alexandra Kennedy. Se conocer poco, porque poco se ha estudiado su obra y mucho menos se la ha difundido. De Calderón se sabe que nació en Esmeraldas, que el 2008 el MAAC de Guayaquil organizó una retrospectiva por su centenario y que pintaba imbuida del espíritu del realismo social que su militancia de izquierda le imponía. De Ribadeneira, que a mediados del siglo XIX hizo los grabados de las imágenes de las estampillas de medio real y de un real que emitía el Ecuador. De Ponce, que fue alumna del pintor italiano Luigi Cassadío y que pintaba maravillosamente, pero que lo hizo por poco tiempo, entre los años 20 y 30, y de repente paró.

Sin embargo, de ellas se sabe, algún periódico o revista especializada recogió ocasionalmente información sobre su obra y finalmente existen; pero de cuántas pintoras nos estaremos privando por esa manía triste de olvidarlo todo. No sería inoficioso bautizar a este vacío de información como ‘síndrome Leonor’, en honor a la guayaquileña que injusta y miopemente ha sido olvidada por sus paisanos, mientras que en París –como registra el libro– su ‘Naturaleza muerta con frutas y jarra’ “está documentada como obra de la antigua colección del Museos de Luxemburgo (...), uno de los repositorios más antiguos de Francia”. Y que Celia Zaldumbide Rosales encontró en el Centro Georges Pompidou. Y, en cambio, en Guayaquil, obra suya que estaba en poder de la Universidad Católica ya no pudo ser ubicada para la elaboración del libro.

Leonor, la pintora

Sí, Leonor Rosales, convertida –incluso artísticamente– en Leonor Villanueva cuando se casó, pintaba floreros, bodegones, esas cosas que pintaban las mujeres de su época. Y lo hacía con arte, con un rigor académico y un uso de la paleta que habrá hecho palidecer de envidia a alguno. Entre las críticas de diarios parisinos rescatadas de las pertenencias personales de la pintora, alguna llegaba a apuntar el parecido de sus bodegones con los de Cézanne.

Pero Leonor también pintaba retratos y desnudos (que, eso sí, no firmaba), algo poco habitual entre las latinoamericanas de la época, por más que estuvieran radicadas en la capital francesa, como era el caso de la guayaquileña, cuya familia se instaló en esa ciudad cuando tenía ella 8 años. Entre esas obras está ‘Gran desnudo acostado’, cuya técnica expresionista y manejo de la cromática intensifican la pátina intimista que caracteriza sus óleos y dibujos. Aunque para quienes conocen poco la obra de la guayaquileña no sea evidente el rico mundo interior del que dan cuenta sus cuadros, hay espesura en las espaldas encorvadas y las miradas esquivas de sus modelos desnudas. De hecho, una obra como ‘Desnudo de espaldas sentado en una cama’ remite inevitablemente a la pintura de Lucian Freud –con las distancias del caso– pues valiéndose del color y el trazo Leonor Rosales logra una expresión psicológica honda, que no tiene que ver con la casualidad.

Y cuando en 1937 muere su esposo, muere en ella el deseo de pintar; es decir, muere Leonor, la pintora de la que aún se sabe demasiado poco.

Ivonne Guzmán. Editora
iguzman@elcomercio.com

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