En los antiguos cultos de la fertilidad, matriarcales y lunares, el toro es sangrado y representa la fuerza y la fertilidad maculina, y la tierra, nombrada con diferentes nombres, es la diosa.
Alan Cathey
Empresario quiteño que por su insaciable e infatigable necesidad de conocimiento y cultura se ha convertido en un erudito al que publicaciones como la revista ‘Diners’ lo invitan a escribir.
Un convencido de las libertades individuales.
05 Enero 2013.
Prohibir las manifestaciones culturales más aun cuando son producto de procesos milenarios, es tan válido como declarar derogada la ley de la gravedad. No solo es tratar de negar la naturaleza cultural de amplios grupos sociales, sino atentar contra el derecho de esos grupos, aunque sean minoritarios, a escoger sus preferencias. Yo no voy a los toros, pues la noción del maltrato al animal me molesta, pero entiendo que esa es mi postura, y que hay otras tan o más válidas que la mía. Mi opción, como con la mala prensa o el mal cine, es cambiar de canal, de periódico o de película. No es prohibir a otros lo que a mí no me gusta.
Pronto habrá que prohibir el boxeo o la lucha libre o porqué no el fútbol, espacio donde la violencia en la cancha o en las gradas cobra vidas frecuentemente, o el automovilismo, o cualquiera de las miles de formas en que el ser humano busca el riesgo y hasta el peligro por esa necesidad interna que nos lleva a alcanzar nuestros límites propios.
La presencia del toro en la historia humana es de muy antigua data. Ya en Altamira y Lascaux, esas “capillas sixtinas” del arte rupestre, como han sido llamadas, entre gráciles ciervos y veloces caballos, destaca en ocre y negro un animal magnífico e impresionante, el toro. Esos artistas, antiguos antepasados nuestros nos hablan con claras voces desde sus tiempos y circunstancias. Audaces cazadores del neolítico, conjuran a sus presas en las cuevas que a la vez son refugio y templo. Sí, hace nueve o diez mil años, y probablemente desde mucho antes, está presente poderosamente el “otro mundo”, onírico y mágico, entrevisto e “interpretado” por shamanes y protosacerdotes.
Resulta sorprendente y maravilloso lo rápido del desarrollo de las técnicas básicas que han llevado al hombre desde sus cuevas de piedra a las de ladrillo y concreto. La domesticación de algunos animales y plantas, marca el punto de inflexión para las diversas culturas humanas. Habrá, y hay todavía cacería o recolección, pero la humanidad ya ha dado el decisivo paso hacia la agricultura, la ganadería y el sedentarismo, que devendrá finalmente en la ciudad, núcleo y elemento central y esencial de la cultura y la civilización como hoy las conocemos y entendemos.
En ambos procesos, el agrícola y el ganadero, está presente desde muy temprano el toro. Sea como semental, reproductor de su especie, sea como el más prosaico buey que arrastra el arado o la carreta, nos acompañará en nuestro camino desde los primeros pasos.
Más importante aún es su presencia en la mente y la imaginación que nos lleva del brumoso mito neolítico a los rudimentos de las religiones y a sus intentos para conciliar ese mundo de las visiones y los sueños, del rayo, del trueno, de la lluvia y las estaciones, con el duro mundo del día a día. Surgen las mitologías en todas partes y en todos los pueblos del mundo sin ninguna excepción conocida. Todos los seres humanos nos identificamos en esa profunda necesidad del mito que nunca nos ha dejado y probablemente nunca nos dejará. Hemos tenido la capacidad, seguramente por necesidad sicológica de renovar y recrear mitos a lo largo de nuestro tránsito sobre el planeta. Cuando escucho hablar de “desmitificar” algo, no puedo dejar de pensar en qué será lo que se busca “mitificar”.
Me centraré en Medio Oriente y la Cuenca del Mediterráneo para seguir a nuestro toro en su camino al cielo y al infierno. Desde Irán, pasando por Mesopotamia, a través del Egipto Faraónico, en el Asia Menor hitita, en la Creta Minóica, en la clásica Grecia, en las ciudades fenicias de Líbano, del Norte de África y de la Península Ibérica, entre los latinos que fundarían Roma y entre los celtas que la saquearían, la figura del toro es omnipresente.
En los antiguos cultos de la fertilidad, matriarcales y lunares, el toro es sagrado y representa la fuerza y la fertilidad masculina, al tiempo que la diosa, con muy diversos nombres, lo hace de la femenina, cuya representación esencial es la tierra.
Cuando los cultos solares, guerreros y patriarcales, desplazan a los anteriores, el toro no pierde ni su poder ni su ascendencia. A lo largo de toda esta época, la estética del toro nos abruma. Los toros alados persas, las maravillosas cabezas de toro hititas, los Baales fenicios, los toros asirios, el Apis egipcio o el maravilloso fresco del “baile del toro” en Cnossos, nos demuestran hasta la saciedad la importancia, la extensión y el profundo sentido mítico que el toro representa.
Su papel ha sido doble, divino por un lado, víctima propiciatoria por otro. En las culturas mediterráneas ningún sacrificio era más importante que el del toro. Vale la pena mencionar el poder del mito del toro hasta en el momento más importante del Antiguo Testamento, esto es, cuando Dios entrega las Tablas de la Ley a Moisés. Al regreso de éste al campamento al pie del Monte, se encuentra con sorpresa que el Pueblo Elegido, encabezado por su hermano Aarón, no ha encontrado mejor cosa que hacer, durante su ausencia, que fundir todos los metales preciosos que tenían y fabricarse con ellos un becerro de oro para adorarlo.
La pervivencia del mito taurino se extiende hasta la astronomía. Los griegos lo adoptan y a nuestros días llega, vía el periódico, alguna revista o Walter Mercado, esa interpretación astrológica de que los nacidos bajo el signo de Tauro son de una u otra manera.
En alguna medida, la tauromaquia es también la pervivencia del mito, en un ritual en el que el sacrificio final del toro, cruel como todo sacrificio, se cumple en un marco estético extraordinario, similar a la danza del toro en Cnossos. En muchos matadores, se manifiesta un carácter marcadamente místico, con devociones orientadas a diosas representadas en vírgenes, ante la inminencia del juego de la vida y de la muerte, juego de cuya seriedad no queda duda.
Cuando esa Cuenca del Mediterráneo se traslada a América, con ella viene el toro, y con él, el mito. En esta tierra mestiza, el mismo pasmo y la misma maravilla que despertara en su origen hace doce mil años, se enciende y se extiende. No de otra manera se explica la afición al juego del toro en toda festividad campesina, que es buena si hay corrida y mejor si hay cornada.
Negar esta realidad es ceguera, ni siquiera miopía. Yo no voy a los toros pues la noción del maltrato al animal me molesta, pero entiendo que esa es mi postura, y que hay otras tan o más válidas que la mía. Mi opción, como con la mala prensa o el mal cine, es cambiar de canal, de periódico o de película. No es prohibir a otros lo que a mí no me gusta. Prohibir la “violencia” por decreto es tan válido como declarar derogada la ley de la gravedad.
Pronto habrá que prohibir el boxeo o la lucha libre o porqué no el fútbol, espacio donde la violencia en la cancha o en las gradas cobra vidas frecuentemente, o el automovilismo, o cualquiera de las miles de formas en que el ser humano busca el riesgo y hasta el peligro por esa necesidad interna que nos lleva a alcanzar nuestros límites propios.
Sobre el tema del toro y del minotauro, del dios y del monstruo les recomiendo remitirse a dos textos maravillosos, de Borges el uno, “La Casa de Asterión”, y de Cortázar el otro, “Los Reyes”, una pieza dramática de gran altura.
su vida está dedicada a hacer del mundo un lugar más habitable para humanos y animales. La científica inglesa defiende a su paso toda forma de vida, y desde su fundación Jane Goodall, apuesta por la educación de las futuras generaciones, para que estas sepan que lo más importante del planeta es la vida que en él se desarrolla.
Alan Cathey Dávalos