Los enchaquirados y la homosexualidad ancestral

En Engabao cobra vida el pasado de un harem homosexual que adoraba dioses prehispánicos. Una comunidad gay escarbó en esa historia para vivir hoy su sexualidad sin tapujos.

02 marzo 2014.

Tumbalá es la efigie del guerrero sanguinario, del pescador vigoroso, del macho arrogante. El cacique insurrecto, que desafió hasta la muerte al imperio Inca, dominó la isla Puná y sus costas por el año 1400. Su rostro de piedra ahora solo impera en el parque de Engabao, comuna fantasma como muchas de General Villamil-Playas. Aquí viven 5 000 engabadeños, descendientes del cacique, guardianes de su herencia. Aquí impera el apellido Tomalá en su honor.

Álex Tomalá tiene los rasgos toscos del patriarca: piel cobriza, nariz prominente, cabellera larga. Y a la vez es sutil, de delicado caminar y voz melodiosa. En sus genes, quizás, conserva un eslabón de la historia homosexual prehispánica de las culturas costeñas, que fue sepultado bajo la arena del tiempo. “Tumbalá tenía sus mujeres, como buen cacique. Pero también sus enchaquirados, los gays, como nos dicen hoy en día; de ahí venimos”.

Los enchaquirados formaron un harem homosexual de sirvientes jóvenes, destinados a tareas religiosas y sexuales. Dejaron sus huellas en los pueblos manteño-huancavilca, chonos, tumebesinos, puneños y otros tantos a lo largo de Perú y Mesoamérica. Eran señores de los templos y oráculos, dedicados a la adoración de sus dioses. Fueron separados desde niños, ataviados como mujeres con chaquiras o cuentas de conchas brillantes y sartales de oro.

Este relato está plasmado en ‘La representación del pasado sexual de Guayaquil: historizando los enchaquirados’, un texto en el que Hugo Benavides, antropólogo de la Universidad de Fordham en Nueva York, escarba en una cultura queer ancestral. En los años 80, cuando la práctica homosexual en el Ecuador era penada con ocho años de cárcel, una investigación antropológica le condujo a un pueblo costero de la Península de Santa Elena.

Cuando uno de sus colegas se acercó a un grupo de hombres a preguntarles sus nombres, uno le respondió: ‘mi nombre es Jorge, pero mi nombre de batalla es Dolores. Sí sabes a lo que me refiero’. Su investigación fue publicada en el 2006 por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y en Engabao es casi una biblia para los enchaquirados de hoy, una especie de texto sagrado que les habla de una sociedad abierta, sepultada -en parte- por el discurso de masculinidad que dejaron los conquistadores.

Las prácticas homoeróticas de los enchaquirados gozaban de aceptación pública en sus comunidades. Para los españoles eran actos ‘abominables’, ‘nefandos’, que no debían trascender y que se desvanecieron con los años, como se desvanecieron las estatuillas que los representaban. Pero un fragmento de ese pasado reprimido vio la luz en medio de esa historia heterosexista. Y es en Engabao. Es martes y esta comuna de calles de arena parece un cementerio. Una bachata melancólica inunda el gabinete de Jhon García. Ese es su nombre de pila; su nombre de batalla es Karelis, aunque también le dicen ‘la Jhona’.

Un espejo opaco refleja sus utensilios de trabajo: dos tijeras colgadas de un tablero sobre la pared, unas peinillas carcomidas de tanto cepillar y la rasuradora a la espera de clientes. Entonces, un niño de cinco años se acerca a este monumento de piel de bronce. “Dice papá que me haga un corte de varón”, le susurra. “Ya mi amor”, le responde Jhon, con una voz suave, como de brisa. Los pedacitos de cabello empiezan a cubrir el piso.

“Aquí vivimos tranquilas, sin discriminación” y abarca toda la cabeza del niño con su enorme mano, como si atrapara un balón de índor. “Recuerdo que desde chica me gustaban los hombres, me gustaba maquillarme”.

El español Pedro Cieza de León, cronista de Indias, descubrió parte de esa génesis de los enchaquirados y su integración a una sociedad normativa. “Han sido vestidos como mujeres desde que eran niños pequeños -recoge Benavides en su relato-, y hablan como tales; y en su trato, ropas y todo lo demás ellos imitan a las mujeres. Estos hombres participan en uniones carnales (...), especialmente con los señores y otras autoridades”.

Estos seres andróginos deambulan en paz entre los engabadeños. Tienen cuerpos femeninos y camufladas huellas de masculinidad en sus rostros. Conversan con los ancianos de la comuna y sus mujeres, juegan con los niños, coquetean abiertamente con los pescadores sudorosos, en la pérgola del parque central, a espaldas del monumento a Tumbalá.

Ya no usan chaquiras, pero sí trajes con lentejuelas y brillos para las fiestas comunales. Por el día Jorge Tomalá -o Estrella- viste pantalones, camisas ceñidas y lleva el cabello recogido. “Por las noches somos trans”. Álex y Pedro fundaron la asociación Los Enchaquirados de Engabao en el 2011. Son 45 ‘muchachas’ en este pueblo donde no existe el clóset.

También son dirigentes políticos y hermanos, aunque no los únicos hijos de su padre. Don Alberto Tomalá tuvo 25 descendientes con diferentes mujeres. “A sus 80 años todavía da guerra, vive con tres mujeres. Es el cacique de hoy por estas tierras -dice Álex-; es bien machista –le interrumpe Pedro-. Al principio no nos aceptaba pero ya le da igual. Quién quita y a lo mejor también tuvo su enchaquirado”, y sueltan una carcajada.

Pedro heredó el galanteo de su padre. “Aquí los hombres tienen su enchaquirado y las mujeres no son celosas –cuenta el joven menudo-. Cuando hay una boda, y el novio tuvo una pareja gay, la gente grita: ¡viva en novio, viva la novia, viva la otra novia! Es más, el enchaquirado le organiza la fiesta, el baile”.

Pero algunos terminan con el corazón roto, como Jorge. En altamar, Jorge Tomalá conoció el amor, un pescador que hace poco lo dejó por una mujer. Denisse, como le conocen en Puerto Engabao, disfruta que el viento sacuda su cabellera ondula, larguísima, teñida con mechones rubios.

El paisaje de unas 600 lanchas varadas -muchas adornadas con imágenes de Cristo y sus discípulos pescadores-, y el ocaso en el horizonte le ayudan a olvidar. Jorge y Luis Alberto Tomalá, ‘la Lucha’, son pescadores, un oficio que por aquí no es símbolo de hombría. Cada tarde, a fuerza de brazos, lanzan al mar en la panga ‘Niño Jordy’. Embarcan siete trasmallos, un tanque de gasolina, instalan el pesado motor y navegan una hora, hasta la isla Puná, por donde navegó Tumbalá.

Unas 15 ‘chicas’ salen en faenas diarias, de hasta cinco horas. Lucero -Aníbal Tomalá-, es de la vieja guardia. Pasa los 40 años y su picardía es avasalladora. Puntual, a las 15:00, llega al Puerto para salir con Kléber García en busca de corvinas, chavelitas, camarones, langostinos... Nunca zarpa sin antes maquillarse; tampoco sin su overol impermeable, de tono rosa chillón.

“Así les gusta andar, bien exquisitas”, dice Richard, uno de los pescadores del lugar. “Trabajan todos los días menos el lunes. Ahí arman la fiesta. A mí me gusta bailar con ‘la chapeada’ porque se menea duro”, dice sin tapujos. Sabe que aquello no le resta virilidad, al menos por estas tierras.

El trato tosco de los pescadores intimida un poco a Denisse. Es menuda, de cejas delineadas, piel caoba y mirada triste. Lucha es más fuerte. Ella hace rugir el motor; ella se encarga de surcar las olas rebeldes. Su cabello castaño se enreda en las argollas de plata que ahogan sus orejas.

El sudor en su frente destella como escarcha cuando se esfuerza por levantar las redes. En el Puerto sus figuras andróginas se confunden entre los hombres de mar. Pero con el vaivén de las olas son más libres. “Son bien trabajadoras -dice Emanuel, otro pescador-; y que sean así, gays, no es problema... Eso ya viene escrito desde arriba”.

Elena Paucar. Redactora

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