No hay vocablo, en idioma alguno, que designe al padre cuyo hijo ha muerto. ¿Cómo se explica esta limitación del lenguaje?
16 febrero 2014.
A los lados del corredor están las puertas de cada área de la Escuela de Lenguas de la Universidad Católica. Pero la pregunta que se formula, con cada golpe sobre la madera gris, no tiene respuesta y, si la tiene, es siempre la misma: no existe una palabra específica que designe al padre cuyo hijo ha muerto. No la hay en las lenguas romance, tampoco en alemán, kichwa, japonés, chino...
Si al hijo de padres muertos se lo llama huérfano, para el padre y la madre de un hijo muerto no hay significante que los represente. Su condición no tiene nombre; o sea, resulta en una ausencia de expresión, una limitación del lenguaje, quizá, la más trágica de todas. Como si el silencio y el vacío rodeasen -implacables- a los progenitores que continúan vivos.
Curiosamente, son las mismas palabras las que ante la tragedia y el espanto han explorado esta incertidumbre desde el frente de la literatura. Algunas novelas cargan desde sus títulos una esencia abstracta en referencia a la experiencia incompresible que cuentan: ‘Lo que no tiene nombre’ (2013), de Piedad Bonett; ‘La luz difícil’ (2011), de Tomás González; ‘Mortal y rosa’ (1975), de Francisco Umbral.
Acá, en las letras ecuatorianas, Efraín Jara Idrovo escribió su sollozo -con las formas del estructuralismo- ante el deceso de su hijo Pedro, “ay pedrocráterextinguido, / ay pedrodesmoronamiento de arena / en el desfiladero insondable de la vida”... “pedro ya no, tan solo piedra”.
Pareciera que -desde la literatura- el sujeto que experimenta esta condición no halla su función en el mundo, tal como lo expresa el narrador de ‘La luz difícil’: “Es la destrucción del yo, la disolución del individuo. El aire huele a agua y a polvo y uno no es nadie”. El hecho de padres enterrando a sus hijos se asume como una ruptura en el orden cronológico que supone la vida, y ello resulta inexpresable. “El lenguaje nos remite a una realidad que la mente no puede comprender”, escribió Piedad Bonett mientras reflexionaba el irreparable suicidio de Daniel, su hijo.
Una persona que no tiene referencia para expresar un aspecto constitutivo de su ser -explica Fabián Mejía, profesor de Filosofía del lenguaje- perdería la capacidad de autocomprensión o de proyectarse hacia los demás.
Mejía dice que estas ‘carencias’ revelan la evolución del lenguaje en la historia y cómo el contexto en el que se desarrollaron ya no coincide con la actualidad. Antes, al ser muy fácil perder un hijo -por la alta mortalidad- no se desarrolló el término que designe al “padre-huérfano”, hoy es menos probable que suceda y quizá sea necesario designar esta realidad. Sin embargo, esto no impide que con otros recursos comunicacionales suplamos esta carencia en el lenguaje cotidiano.
Para esta falta de palabras, el diccionario de la Academia de la Lengua Española tampoco es elocuente. El DRAE propone también huérfano, que, como adjetivo poético, es lo “dicho de una persona: A quien se le han muerto los hijos”. Un adjetivo poético, es decir una licencia idiomática... En fin, un término aceptado en sentido figurado cuando la muerte de ese ser querido termina siendo algo literal, concreto, un hecho... Sucede: no es más.
Una reflexión sobre este tema desde el psicoanálisis nos remite a los postulados de Jacques Lacan sobre el lenguaje, a las categorías de lo real, lo imaginario y lo simbólico. Esto para explicar que el lenguaje si bien intenta dar cuenta de lo real, no alcanza, pues al hacerlo lo nombrado perdería su esencia, abriendo un campo para lo imposible. Sobre ello, existen dos reales por excelencia: el sexo y la muerte, pues no se puede hablar de ellos con certeza. Esos restos imposibles de decir solo pueden expresarse desde el ‘midire’: intentar poner en palabras una idea, solamente para decirla a medias.
Quizá, una respuesta ante la carencia del lenguaje para designar el padre que pierde a su hijo pueda explicarse desde los vínculos de parentesco. Biológicamente un hijo puede tener solamente un padre y una madre, y para la ausencia de ellos existe la palabra huérfano. Pero un padre puede tener varios hijos y la pérdida de uno no atenta contra su condición.
Sin embargo, lo que persiste es la pregunta, el peso de lo incierto, la vacilación, la vaguedad, un orden sin propósito... Y lo que llega a esbozarse como respuesta es el dolor de los que permanecen o, acaso, las imágenes de ese muerto al que tanto se quiso, imágenes reconstruidas por la memoria, que en algo comunican esa condición que resulta innombrable.
Flavio Paredes Cruz. Editor
paredesf@elcomercio.com