Daron Acemoglu y James Robinson
¿Por qué algunas naciones son más prósperas que otras? Nogales (Arizona) y Nogales (Sonora) tienen la misma población, cultura y situación geográfica. ¿Por qué una es rica y la otra pobre? ¿Por qué los egipcios llenaron la plaza de Tahrir para derrocar a Hosni Mubarak? ¿Por qué fracasan los países?, se propone responder a estas preguntas, con una nueva teoría convincente y documentada: No es por el clima, la geografía o la cultura, sino por las instituciones de cada país. A través de una gran cantidad de ejemplos históricos y actuales (desde la antigua Roma pasando por los Tudor y llegando a la China moderna) los profesores Daron Acemoglu y James A. Robinson demuestran que para invertir y prosperar, la gente necesita saber que si trabaja duro se puede ganar dinero.
05 Enero 2013.
A
cualquiera le sorprendería que un par de alumnos se tomen una foto con su profesor minutos antes de que empiece la clase. Inusual, extraña y todo lo demás, la escena ocurrió el 15 de julio pasado. El profesor en cuestión era Daron Acemoglu, lo más cercano a una celebridad que un profesor de economía en MIT puede aspirar a ser.
Él y James Robinson, profesor de ciencias políticas en Harvard, tienen bien ganada su fama por haber logrado significativos avances en el estudio de los factores que llevan a que unos países sean ricos y otros pobres. El resultado de su trabajo colaborativo de más de 15 años se resume en su libro ‘Por qué fracasan los países’, el cual se nutre de un enfoque interdisciplinario y de abundantes referencias históricas.
¿Cuáles son las reglas y cómo se las fija?
En su libro, Acemoglu y Robinson demuestran que el éxito o el fracaso de los países no dependen del conocimiento de los líderes políticos, de la cultura o de la geografía, sino de las instituciones, es decir, de las reglas que rigen un país.
Las instituciones económicas definen quién se lleva el fruto del trabajo de cada uno: ¿el trabajador, el empleador, el Estado, el vecino? Según este par de investigadores, mientras las reglas de un país impidan que sus habitantes –pobres o ricos– se beneficien de su propio trabajo, no hay bono, carretera o ciudad del conocimiento que sirva para salir del subdesarrollo.
Por supuesto que para que una sociedad progrese el Estado debe cumplir su papel “como responsable de la ley y el orden, de garantizar la propiedad privada y los contratos y, a menudo, como proveedor clave de servicios públicos”. De modo que la inversión pública es un requisito necesario pero no suficiente para el desarrollo.
Nadie invierte o se esfuerza si hay una alta probabilidad de que otra persona se lleve el provecho del trabajo de uno, como explican los autores con este ejemplo: “Para ser más próspero, el pueblo congoleño tendría que haber ahorrado e invertido, por ejemplo, en comprar arados. Pero no habría valido la pena, porque cualquier excedente de producción que hubieran conseguido utilizando una tecnología mejor habría sido expropiado por el rey y su élite”.
Si el problema fueran solo las instituciones económicas, se las corregiría y listo. El problema, en el fondo, es cómo se fijan las reglas. Es decir, el problema son las instituciones políticas. Como dicen estos investigadores, “una sociedad no necesariamente adoptará las instituciones que son mejores para el bienestar de sus ciudadanos, porque otras instituciones pueden ser incluso mejores para las personas que controlan la política”.
Este libro es una demostración más de que en un mundo hiperespecializado muchos avances ocurren solo cuando alguien se anima a abordar un problema desde una perspectiva integral. Uno de los grandes aportes del libro es la demostración, mediante el análisis de varios casos reales, del estrecho vínculo y de la retroalimentación que existe entre las instituciones políticas y económicas, cosa que habría sido difícil de identificar si los economistas y los politólogos no se hubieran animado a cooperar más. Los autores evidencian cómo en las sociedades “con instituciones políticas absolutistas, quienes ejerzan este poder serán capaces de establecer instituciones económicas para enriquecerse y aumentar su poder a costa de la sociedad”, lo que a su vez consolida el absolutismo.
¿Cómo salir de la trampa?
Los habitantes de las sociedades que operan bajo estas reglas comúnmente suponen que la única salida del círculo vicioso es la llegada al poder de personas benevolentes. Acemoglu y Robinson ponen serios reparos a esta idea.
En el libro, narran múltiples ejemplos de meros cambios de élite, en los que la estructura de la sociedad se mantiene intacta. Es la eterna historia de ‘Rebelión en la granja’: los mismos cerdos que lideran la rebelión contra los dueños de la granja en nombre de un ideal, una vez en el poder implantan una tiranía aún más despiadada.
Lo que se requiere, según este par de investigadores, es una amplia coalición en la que distintos sectores de la sociedad estén representados y sea posible establecer estrictos límites al ejercicio del poder.
El rol del azar
Lo más destacado del libro es la demostración del porqué se debe entender al desarrollo con humildad. Los autores concluyen que los grandes cambios se dan por la interacción de pequeñas diferencias en las condiciones de los países con acontecimientos imprevisibles, como la asombrosa influencia de la peste bubónica del siglo XIV en la Revolución Industrial del siglo XVIII.
Según Acemoglu y Robinson, la planificación central y la política industrial son muy difíciles de hacer bien. Hay cosas que el Estado no controla, que nadie controla. Una mínima dosis de humildad y prudencia no vendría mal a nadie, especialmente en este país gobernado, sobre todo, por el azar del precio del petróleo.
Bernardo Acosta Para EL COMERCIO