09 febrero 2014.

El agua y más concretamente los mares ejercen una fuerte atracción sobre mí. A pesar de haber vivido lejos de la Costa casi toda mi vida, siento que es ahí donde encuentro mi serenidad. El movimiento constante de las olas me cautiva, me inspira paz, respeto y también temor. Y es en los días de sol y relativa calma, cuando la superficie dispara destellos plateados por millones, cuando imágenes inesperadas salen al encuentro del ojo que esté dispuesto a captarlas.

Me maravilla cómo ante la cercanía de objetos que se reflejan, la luz pinta y repinta la superficie en cada instante. Nada permanece, y ante mi ojo, y muchas veces mi lente, desfilan las imágenes en fracciones de segundos. Hago una toma, luego otra, no disparo en serie. Aunque nunca podré captar exactamente lo que veo en el instante mismo, siempre trato de anticiparme a lo que querrá ofrecerme este juego de luz y movimiento en este pequeño lapso de tiempo que me demoro en apretar el obturador.

Es imposible retratar tanta belleza, pero esta imposibilidad no me frustra porque con o sin cámara en mano, siento que la multitud y diversidad de las imágenes, complementadas por el viento, el aire fresco con sabor a yodo y sal y los largos y oblicuos rayos solares de verano o los rayos cortos de un sol debilitado por el invierno del norte, me alimentan y me enriquecen más allá de lo que puedo expresar en mis fotografías.

Ante todo lo efímero que estoy presenciando en esos momentos crece y crece el deseo de compartir esta belleza, irrepetible como tal, pero siempre presente en sus muchas variaciones. Está ahí, visible para quien quiera ver, y espero contagiar a uno que otro de esta pasión mía. La luz no solo dibuja y desdibuja en la superficie del mar, le basta un charco en la acera.

Birte Pedersen