La locura En quito: OCULTA, PERO necesaria

Los enfermos mentales pasaron de sus casas al San Lázaro y se instalaron en el Hospital Psiquiátrico Julio Endara. ¿Por qué lo diferente produce rechazo?

13 abril 2014.

Los llamaban poseídos, endemoniados o brujos, pero en el siglo XVII los bautizaron definitivamente como los conocemos hoy: locos. Poco se ha hablado de ellos en Quito. Son esos personajes a los que casi nadie ve. Es preferible no verlos, por eso se los encierra.

Hace dos mil años, cuando eran identificados, se los perseguía y condenaba. Hoy su castigo es la indiferencia, pese a que su rol en la ciudad es fundamental. Hay corrientes sociales dentro de la psiquiatría que afirman que es gracias a los locos que el resto puede definirse como cuerdo, como ‘normal’. Son parte del equilibrio de la sociedad.

Encerrar a los locos para librarse del problema no es cosa de hoy. En el Quito de los siglos XVI, XVII y XVIII, el enfermo mental era retenido en casa. Poco importaba su estatus, ricos o pobres, algo los hermanaba: se los ocultaba y negaba.

Escuchar hablar sobre la locura a Fernando Jurado -historiador, psiquiatra, investigador- es emprender un viaje por 227 años, desde 1787, cuando el San Lázaro, el primer psiquiátrico de Quito, se abrió, hasta el 2012, cuando despidió a sus habitantes. Allí solo quedaron sus historias y sus fantasmas.

Como la mejor edificación civil del siglo XVIII, el San Lázaro se levantó en el Centro Histórico. No es extraño que caminar por sus corredores y patios genere cierta paz. Fue concebido no como psiquiátrico sino como convento.

Nació para que en él se formara el noviciado de la Orden Jesuita. Pero cuando los reli­giosos fueron expulsados, en 1767, se fundó el Hospicio de Jesús y de María. Hoy llamado San Lázaro. Allí no solo estaban los locos, sino los mendigos y los leprosos. Era una especie de cárcel a la que iba a parar todo aquello que la sociedad rechazaba.

Efrén Cruz Cuesta, en ‘El loco y la institución mental’, revela que el San Lázaro tenía capacidad para 300 personas, pero llegó a acoger al doble. Cuando el declive de la 24 de Mayo empezó, el psiquiátrico de Quito, así como ocurre a escala mundial, se rodeó de zonas inseguras y prostíbulos.

Efrén Cruz Cuesta, en ‘El loco y la institución mental’, revela que el San Lázaro tenía capacidad para 300 personas, pero llegó a acoger al doble. Cuando el declive de la 24 de Mayo empezó, el psiquiátrico de Quito, así como ocurre a escala mundial, se rodeó de zonas inseguras y prostíbulos.

Jurado, como pocos, se ha acercado al tema para hacer una radiografía y contar con cifras y datos que la relación de la locura con la ciudad siempre fue distante. “A los locos se los encierra más que para protegerlos, para protegerse”.

Representan una especie de amenaza. Son ‘ese otro’ inentendido y, por lo tanto, excluido. Cuando Foucault, en ‘Enfermedad Mental y Personalidad’, habla del tema muestra que la locura no es un hecho natural sino un hecho de civilización. La locura para la sociedad es siempre “una conducta otra”, “un lenguaje otro”. Llamar loco al enfermo mental es una forma dulce de nombrar a ese otro que balbucea y grita en una especie de perpetua catarsis y de objeciones a la razón.

El Hospital Julio Endara

-abierto hace 60 años, en Conocoto- adonde arribaron los pacientes que abandonaron el San Lázaro, no tiene paredes blancas acolchonadas, donde los pacientes -con una camisa de fuerza- se golpean de un lado al otro. Lo que sí hay son grandes patios de césped.

Allí algunos hombres se recuestan y pueden pasar tres, cuatro, cinco horas viviendo en silencio una de las etapas de su recuperación. Dato curioso: la locura puede heredarse, puede desencadenarse por un hecho traumático y no tiene cura.

De los 117 pacientes del hospital, todos reciben terapia ocupacional, psicológica y medicinas. Son las 12:00, y en un largo vestíbulo cerca de 30 personas esperan por sus pastillas. Unas sentadas en el piso, o acostadas en una banca, otras caminando con desesperante pesadez y con muñecas en sus manos.

La forma de sentir de los pacientes es extrema: alegría excesiva que lleva a reír sin motivo, tristeza absoluta que dificulta levantar el rostro. A Mariela, por ejemplo, le desquicia el ruido. Para hablar con ella, es necesario bajar al máximo la voz, casi susurrar. La conversación se da como una batalla de alientos, como una interminable confesión de secretos.
Las manías, la esquizofrenia y el retardo mental son algunos de los padecimientos más frecuentes en este lugar. Mariela no es peligrosa. La mayoría de pacientes son inofensivos, sin embargo se los encierra. Jurado suelta, como bala, otro dato revelador: solo entre el 5 y el 7% de los enfermos mentales son un verdadero peligro.

Pasar una tarde en el Psiquiátrico es como adentrarse en un cuento de Horacio Quiroga, donde se desbordan la tragedia, la fantasía y el sufrimiento.

Allí está el hombre que desde que despierta camina alrededor de una mesa una y otra vez; está la anciana que se cree niña y la mujer que asegura haber hecho el amor con Dios. Pero no todos los locos están aquí dentro. Hay los que están en psiquiátricos privados y aquellos que caminan solitarios por las calles del Centro Histórico, confundidos entre los mendigos. Para Jurado eso es el resultado de la influencia de la psiquiatría italiana en la década de los 80, cuando se popularizaron los centros de puertas abiertas. Desde entonces, algunos locos hicieron de la calles del centro su hogar; y de la mendicidad, su forma de vida.

La sociedad quiteña ha abordado el tema desde una suerte de desdoblamiento entre locura y delincuencia. A ambos se les teme y se les prefiere lejos. Antes los locos eran tratados como delincuentes. Eran esposados y arrojados en una celda tras las rejas y se alimentaban en bateas, como animales. Así se los trató por casi 200 años.

Hoy, hay delincuentes que fingen locura para escapar del castigo de un delito. Al Julio Endara van a parar también los asesinos y violadores que los tribunales consideran tienen problemas mentales. Esos ‘pa­cientes judiciales’ caminan entre los pasillos del centro, sin custodia, sin rejas y sin vigilancia.

Para Patricio Benavides, exdirector del Julio Endara, es un grave error: solo dos o tres delincuentes que ingresan por problemas mentales tienen un padecimiento verdadero, el resto lo finge. El centro acoge 19 pacientes judiciales.

En la Edad Media, cuando no existían psiquiátricos, los locos eran desterrados al mar en embarcaciones. La tierra era el lugar de la razón, un mundo fijo, sólido. El mar no tiene carreteras, y al no tenerlas ofrecía a la locura mil posibilidades. En Quito, ese viaje los conduce al Julio Endara, donde cerca del 77% de los pacientes ha pasado más de 30 años. Allí, viejos, abandonados e invisibilizados, están condenados a morir.

Evelyn Jácome. Redactora
njacome@elcomercio.com

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