El Ecuador: entre la montaña y la selva

El ecuatoriano es un espacio que grita todo el tiempo. Un discurso interminable de la naturaleza en medio del cual el ser humano puede llegar a sentirse solo.

13 abril 2014.

Si a un cubano como el escritor Benítez Rojo le acapara la sensación de ‘vacío’ e incomunicación entre isla e isla cada vez que mira el mar Caribe, al ecuatoriano, nacido entre montaña y montaña o entre selva y selva, la experiencia que lo subyuga es otra muy diferente. En vez del ‘vacío’, lo que agobia al ecuatoriano es la sensación de lo ‘lleno’, de lo henchido. La omnipresencia de lo geológico y la exuberancia de lo vivo no permiten intervalos para el vacío, para el silencio o la ausencia. Aquí en el trópico, en la mitad del mundo, todas las cosas hablan al mismo tiempo. Lo atiborrado, lo bullicioso es nuestro ámbito, nuestra circunstancia física, psicológica, moral… No es raro, entonces, que viviendo en este ‘gongorismo geográfico’ huyamos instintivamente del vacío. Tropicalismo y hojarasca. Y aunque uno y otro brotan al calor de un mismo temple telúrico, no son idénticos. Si el tropicalismo es expresión legítima de un temperamento, la hojarasca es su vicio y su desborde.

El infierno del mestizo es el vacío. Y si lo nuestro es el horror vacui, también, y de opuesta manera, lo es esa tendencia casi instintiva al proclivitas plenus. Lo uno es concomitante con lo otro: no hace falta sino echar un vistazo al barroco colonial, al arte popular, a la cultura urbana de hoy, al tráfago callejero de nuestras ciudades, a las costumbres de nuestra gente.

Los Andes, esas murallas de viento y granito que ascienden al firmamento, llenan y limitan la percepción del hombre de la Sierra, circundan su mundo, hurtan la tendida visión del horizonte, reduce el cielo a esa celeste concavidad estrellada que se recorta tras los picos de las montañas. Y la selva, la selva tropical donde la vida y la muerte no reposan y en la que, en cada palmo de ella, todas las presencias se hallan reunidas; en la que todas las voces platican y todas las contemplaciones son posibles; la selva, ese ámbito del caos, donde todo convive con todo y, a la vez, todo conmuere con todo, para perplejidad y desconcierto del espíritu humano; la selva, en fin, resulta ser la imagen más cercana a nuestra vida social, la metáfora adecuada para interpretar el existir colectivo de nosotros, los ecuatorianos. Universo ilímite, sin borde ni mojón donde cada cosa es su centro y, a la vez, su periferia. Y si el vacío es nuestro infierno, un infierno del que instintivamente nos fugamos, es porque buscamos instalarnos en lo repleto, atiborrado y atestado; en una palabra, en lo caótico. La selva llega a ser una imagen cercana de nuestra realidad.

Si nuestro escenario es, como he dicho, un espacio ‘lleno’, un continuus de presencias que niega el vacío, un ámbito abigarrado de formas, comprobamos entonces que todo está repleto de vida, de contenido, de significado. La pausa y el silencio llegan a ser excepcionales. El nuestro es un espacio que habla, que grita constantemente. Un discurso interminable de la naturaleza en medio del cual el ser humano puede llegar a sentirse solo.

Viajar por la geografía es descifrar ocultos sentidos, percibir susurros, escuchar voces cálidas, cantos, oraciones, lamentos, quejidos, llantos, gritos de euforia. Todo ello encontraremos; lo que rara vez tendremos es el silencio. El silencio lo llevamos dentro, en el más oscuro recoveco del alma. Afuera es la palabra, siempre la palabra; la palabra que se ­repite, la anáfora, el eco que viene y va. Y es el desconcierto del ser humano el que se repite. Cada repetición conlleva algo nuevo, una variante, con lo que los significados se acumulan unos a otros; es decir, la selva ya no es solo vegetal, es también semántica.

El horror vacui presente en casi toda manifestación de la vida popular (religión, rito, arte, discurso, gastronomía, danza…) tiene su origen en la realidad ambiental. Nuestra vida está marcada por el ritmo de un clima: el ecuador geográfico, y nuestra cultura está condicionada por el locus, el ubique, ese exuberante loci fertilitas del trópico ecuatorial. En concreto, es de aquí, de algo tan inmediato y evidente, como es el tomarle el pulso y la temperatura a nuestro paisaje físico y emotivo (que es como decir a nuestro temperamento), que parte mi propuesta de hacer una relectura de lo ecuatoriano.

Lo que domina al hombre de los trópicos es ese sentimiento de soledad que comunican las altas montañas, que transmiten las selvas. Montaña y selva confunden y obnubilan al extraño que se aventura a penetrarlos, fatigan todo paso, borran todo camino, emborrachan toda brújula. Los sentimientos de lejanía e inseguridad son los que, por lo general, agobian a los pueblos que viven aislados en medio de una naturaleza enorme y salvaje. Si habitan en la montaña fría, se cohíben, se repliegan; si en el trópico, se extravierten, se despojan. En uno y otro caso, el ecuatoriano guarda al fondo de su ser cierta estoica resignación ante la soledad; y, además, cierta fortaleza moral para afrontar un destino que no llega a entender del todo y que corre entre la indiferencia y la violencia.

Tomado del ensayo ‘La selva y los caminos’ (Quito, 2011).

Juan Valdano. Escritor

* Yaron Avitov, escritor, investigador y documentalista israelí, es el director del documental ‘América Ladina’ y autor de ‘Los pájaros no cantan en Auschwitz’. Reside en Ecuador desde hace años.

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